lunes, 15 de noviembre de 2010

¿Para qué servimos los economistas?

¿Para qué servimos los economistas? es un excelente libro para aquellos que estén interesado en conocer algo más de la sociología de la profesión, es decir, de cual es la función social de los economistas en el sistema capitalista. Dejo a continuación la presentación de la editorial y más adelante transcribo una reseña publicada en la Revista de Economía Crítica nº11.

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A través de un recorrido crítico por las diferentes edades de la economía y de un análisis de la actual globalización económica y de los distintos roles que pueden desempeñar los economistas, Martín Seco arroja luz sobre el actual discurso monolítico y remarca la necesidad de una renovación en la actual teoría económica. Para él, a lo largo de la historia, buena parte de los economistas han estado al servicio de un modelo basado en las leyes “científicamente” inmutables de la economía, que legitimaba el statu quo y las desigualdades sociales y laborales. En la actualidad el neoliberalismo económico se apoya en los mismos argumentos para justificarse, pero existe una pluralidad de enfoques que se han preocupado, y se preocupan, por aquellos aspectos que la teoría dominante ha dejado al margen. En sus propias palabras “Ojalá se produzca un giro y los profesionales de la economía ayudemos a desmontar las arquitecturas creadas para ocultar la verdadera realidad”.

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Aurelia Mañé Estrada
Departament de Política Econòmica i Estructura Econòmica Mundial
Universitat de Barcelona

El libro de Juan Francisco Martín Seco, titulado ¿Para qué servimos los economistas?, se inicia con una cita de Nietzsche que reza así, enturbian el agua para que parezca profunda. Hoy, cuando las hondonadas del agua son ya insondables, es el momento de leer libros como este.

La aparición del libro de Martín Seco, publicado en España, coincide cronológicamente con libros publicados en otros países como el de Tony Judt, Ill fares the land, en Estados Unidos y el Reino Unido, o el libro colectivo, Manifeste d’économistes aterrés en Francia. ¿Para que servimos los economistas?, aúna aspectos de ambos.

Primero, la idea –que es el hilo conductor de el libro- que los economistas, cual un mandarín cualquiera, son el instrumento del Poder, para su mantenimiento. Y, en segundo lugar, la virulenta crítica a los economistas contemporáneos y, en concreto, al neoliberalismo económico, por haber enturbiado tantísimo las aguas y por hacer que, hoy, nos hallemos hundidos en una fétida ciénega.

La coincidencia en el tiempo de la publicación de libros con temática –crítica a los economistas que, desde su función de expertos y asesores, han favorecido, tolerado y certificado las políticas y prácticas económicas que han llevado a la crisis actual y a la economía más inmoral y desigual desde 1929- y formato similar –un casi panfleto, en la mejor acepción de este término- es a la vez, una mala y una buena noticia. Mala, pues indica la gravedad de la situación actual, y buena, ya que muestra que no todos los economistas se dedican a enturbiar las aguas.

Desde este último punto de vista, recomendaría la lectura de este libro a dos colectivos, al de los académicamente manipulados jóvenes economistas, o estudiantes de economía; y al público en general que cree que los avatares económicos están gobernados por un albur que se escapa a la humana intervención y entendimiento. Es más, recomendaría una primera lectura atenta y seguida, pues otra de las virtudes de este libro es que en una tarde –o mañana, como se prefiera- informa al lego en economía de lo siguiente:

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Los conflictos de intereses de los economistas

Pongo a continuación una nota de Alberto Garzón sobre "Los conflictos de intereses de los economistas". Interesante desde la perspectiva de la sociología de la profesión.

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Los conflictos de intereses de los economistas

Me manda mi compañero Ricardo Molero, que actualmente está trabajando en su tesis sobre China, un trabajo de Gerald Epstein y Jessica Carrick-Hagenbarth en el que ponen de relieve los dramáticos conflictos de intereses que tienen los economistas convencionales, que es en quienes se centran esta vez. No es nada nuevo, pero resulta interesante ver cierta sistematización en el análisis.

Los economistas convencionales suelen verse a sí mismos como técnicos objetivos, capaces de saber lo que está bien y está mal en cada momento porque confían en que tienen las herramientas correctas para averiguarlo. Y como tales se presentan a la sociedad. Basándose en las mismas concepciones, las grandes empresas y los gobiernos contratan a estos economistas con el objetivo de utilizar sus enseñanzas y llevar a cabo sus consejos. Comienzan entonces a tener una doble filiación, como académicos y como empleados, que en opinión de los autores del estudio -y que obviamente suscribo- es especialmente conflictiva.

El conflicto de interés surge porque el papel que juega un académico es sustancialmente distinto del que juega un empleado, que es en última instancia lo que es un economista al servicio de cualquier empresa. El académico tiene, en teoría, la obligación de interpretar los fenómenos sociales a partir de unas herramientas determinadas que se suponen científicas, tras lo cual procede a hacer unas recomendaciones que deberían estar muy poco influídas por la ideología. El empleado, sin embargo, tiene una misión explícita: garantizar que la empresa de la que es parte sea más rentable. A cambio, el empleado recibe una remuneración generosa que sin duda deseará mantener en el tiempo. Y nadie, ni siquiera los economistas convencionales, pueden establecer una frontera entre un trabajo y otro.

Aunque no es argumento per se, sí es útil conocer la filación empresarial del economista en cuestión. Además, no falla. Los mismos economistas que trabajan para el BBVA o Santander realizan estudios en los que recomiendan que la banca privada se haga cargo de las pensiones, por ejemplo. Los mismos economistas que están en los consejos de administración de las grandes empresas españolas recomiendan la expansión de la inversión extranjera directa y la apertura de todo tipo de otros países. Y los mismos que son portavoces de las empresas constructoras recomiendan ayudas al sector del ladrillo. La cuestión no es averiguar qué fue antes, si la opinión política o la filiación empresarial. La cuestión es reconocer que, al menos, existe un conflicto de interés.

Los autores consideran que tal conflicto pervierte dramáticamente no sólo los trabajos académicos que escriben los economistas, y en los que por cierto nunca revelan su doble papel, sino también a la profesión misma. Un ejemplo, trabajado también en el estudio, es el de la crisis. A la falla de los modelos analíticos y a la influencia de la ideología, se podría sumar esta nueva explicación que estamos describiendo para entender por qué los economistas no supieron predecir la crisis o incluso afirmaban que no podía suceder.

Personalmente no confío en que los economistas convencionales reconozcan que su papel no es el de técnicos y que, por lo tanto, pueden estar -y lo están- influídos por su ideología y sus intereses personales. Sin embargo, en el trabajo de Epstein y Carrick-Hagenbarth se puede comprobar cómo las opiniones sobre regulación financiera de un porcentaje importante de economistas convencionales ha cambiado tras la crisis. Un cambio que aunque sea menor revela, al menos, que sus estudios previos no eran tan técnicos como ellos creían. Y de eso supongo que ya sí serán conscientes. Es un paso positivo ante tanto dogmatismo.